Cuando el cine se convierte en el arte imperecedero.
Son las 10.30h de la mañana. Acudo al pase del nuevo film de Terrence Malick, El árbol de la vida. Se van apagando las luces de la sala y comienza la proyección. A continuación, acontecen imágenes enérgicas de los árboles, el mar, la naturaleza, los reflejos del sol, el nacimiento del universo y de la vida en la tierra, la pérdida de la inocencia, el viaje hacia la madurez y la búsqueda de respuestas sobre el sentido de la existencia. Finaliza la película. Me cuesta ponerme en pie ya que mi mente se encuentra en un estado de trance. Una vez en la calle, emprendo la vuelta a casa mientras voy dando tumbos por las aceras, asimilando conceptos, buscando una palabra que defina lo que he visto durante 139 minutos. Y creo que ya la tengo: poesía. ¿Cómo lo has hecho Malick?
No soy un ferviente seguidor de Terrence Malick. Hasta ahora, la película que más me había convencido del director era Malas tierras. Su cine me ha parecido siempre bastante pretencioso e incluso en algunas ocasiones aburrido, especialmente en El nuevo mundo, film muy logrado visualmente, pero fallido en términos generales. Nunca ha hecho un cine convencional y mucho menos para todos los paladares. Siempre ha intentado describir la belleza con la combinación del poder ambicioso y autodestructivo del hombre, haciendo uso para ello de una visión panteísta del mundo, donde resalta una doctrina filosófica en la que la vida, el universo y el concepto teológico de Dios pueden ser uno.
Es aquí donde entra en escena El árbol de la vida. La historia es una representación vital de una familia norteamericana de clase media en los años 50. De entrada puede parecer algo de lo más sencillo, pero es el estilo narrativo apostado por Malick lo que hace distinta y única a la película, prevaleciendo constantemente las imágenes por encima de los diálogos y la voz en off sobre las conversaciones entre personajes. Todo ello se dispone con el claro objetivo de hacer un cine completamente poético. Así, va desde una primera media hora que rezuma una clara semejanza a 2001: Una odisea del espacio, hasta la visualización de la infancia y el más allá que son tratados en el segundo y tercer acto.
El nivel visual que lleva Malick al largometraje es un orgasmo para la vista. Un trabajo sublime, maravilloso. Cada imagen es como un poema cobrando vida propia. Tienen un aire sensorial y sensitivo estremecedor. El espectador, simplemente, no puede apartar ni un segundo la mirada de la pantalla. La sensación de asombro y sobrecogimiento ante la perfección que está viendo es impecable. Sin olvidar, en absoluto, el excelente trabajo del director de fotografía, Emmanuel Lubezki (Hijos de los hombres), que ha sido capaz de llevar la futurista visión de Malick a la realidad. Cabe nombrar también la fantástica partitura escrita por el compositor Alexandre Desplat, que, como ya he dicho alguna vez, es de los más grandes del panorama actual.
La cinta está protagonizada por Brad Pitt, Sean Penn y Jessica Chastain. No es que sea precisamente un film de actores, pero lo cierto es que el trabajo de todo el reparto es exquisito; concretamente la labor de Pitt interpretando un personaje duro, de unas doctrinas y enseñanzas rígidas y conservadoras. Por otra parte, destaca la genial contribución de los jóvenes actores, que, sin mucha experiencia, han conseguido transmitir brillantemente los rincones más emocionales de la niñez.
El árbol de la vida es una odisea al lugar más recóndito de la existencia humana. Del inicio de la forma de vida —Big Bang, los dinosaurios y su extinción, y un nuevo amanecer—, al fin de los tiempos, todo ello enlazado de manera excelente con los sentimientos de la síntesis humana: amor, odio, felicidad, tristeza… Una amalgama de lo espiritual y lo cósmico. Un recuerdo de nuestro paso por el mundo plagado de momentos eternos, felices y dolorosos. No es un film de respuestas, sino de preguntas: ¿Por qué estamos aquí? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Cuánto tiempo nos queda?
Para el director, somos seres que vivimos y morimos sin más. Nuestro paso por la tierra es fugaz y las respuestas a un posible Dios se encuentran en la misma naturaleza. Es, en definitiva, una obra que alimenta el alma, que te deja levitando ahí, en el extremo; una obra maestra atemporal que perdurará con el paso de los años por su magia hipnótica. Malick lo ha logrado. Se consagra como maestro, regalándonos una maravilla imperecedera que recalará entre los albores más profundos de la historia del séptimo arte. Poema a la vida y al placer de vivirla.
NOTA: 10